Ardalén, de Miguelanxo Prado


Ardalén es uno de los trabajos más personales de Miguelanxo Prado. Sinceramente, creo que volcó mucho esfuerzo e ilusión en él. Ya había disfrutado de sus magníficas ilustraciones en Trazo de tiza y Sandman, Noche eternas, y llevaba tiempo dudando en si hincarle o no el diente a este tebeo que ha recibido tantas y tan buenas críticas, y hasta un Premio Nacional del Cómic.

A falta de haber leído/visto De Profundis, con quien se hermana en su concepción pero no en su nacimiento, pues vio la luz cinco años antes, debo decir que me ha gustado mucho menos que Trazo de tiza. Veo en Ardalén la pasión del autor por el realismo mágico y veo, también, que queda lejos de las obras más brillantes del género.

El realismo mágico es un género del que se ha abusado, y mal. Desde el boom, fue y ha sido dilapidado por cursiladas sin originalidad alguna, regüeldos del festín que ofrece la prosa de ese tremendo monstruo con pluma que no es Pozí sino Gabriel García Márquez. A las imágenes de Ardalén, pese a su belleza, les falta la fuerza de la sorpresa, son magia vista en una función anterior.

El comienzo quiere emular la sonoridad de las maratonianas oraciones que recorren sin desafinar las páginas del maestro colombiano pero la marcha se hace cuesta arriba. Un lirismo ininteligible de subordinadas sin oración principal se adueña del recorrido y consiguen que uno se despeñe apenas ha escuchado el disparo de salida.

Prado se resarce después de esta introducción fallida. El autor hace gala de su dominio del costumbrismo rural. Sus pinceles sumergen al lector en ese remoto pueblo sitiado de verde y cielos grises. El habla gallega que caracteriza a los personajes se ve reforzada por la rotulación, que nos perfila cómo son: el tono cursivo y crispado de Tomás, la dulzura en el trazo fino de la tipografía de Celia.

A medida que la trama avanza, el relato se desinfla. Pasa de puntillas por elementos que tal vez necesitarían mayor hincapié y se enreda en otros más estériles y repetitivos narrativamente pero que le sirven a Prado para desplegar su talento como pintor. En el virtuosismo de pinceladas y onirismos, nos perdemos. El final es una serie de epílogos encadenados que parecen no dar con el final.

Prado aúna cómic con literatura, desde poemas hasta crónicas periodísticas, entradas de enciclopedia o actas judiciales. Es una labor que enriquece la historia y que visualmente también es muy agradecida. Pero ello no salva de que parezca todo ello un cajón de sastre, una historia que pese a tener como leitmotiv el recuerdo y la memoria, da la sensación de que ha olvidado dónde dejó el guión.

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