La edad de hierro de J. M. Coetzee


Es una pena. Pintaba como el broche perfecto de un año de sequía que más o menos pude rescatar de un naufragio sin páginas, la cúspide de una remontada en el sprint final del calendario. Sin embargo, tras una primera mitad magistral, el autor no es capaz de resolver bien el encuentro de los dos mundos antagónicos que presenta.

Todo empieza cuando a una mujer madura le diagnostican cáncer terminal y, al volver a su casa, encuentra a un vagabundo en su cobertizo. En vez de echarlo, permite que se quede, dando pie a una relación en la que ella irá evocando su vida y opiniones. La protagonista narra esta última etapa de su vida en un largo diario póstumo dirigido a su única hija, residente en Estados Unidos.

En una historia introspectiva, de paso sosegado y voz literaria. De modo muy hábil, a través de la asistenta de la protagonista, entra en escena Guguletu y el resto de distritos de miseria donde vive hacinada la población negra, donde los conflictos más suaves son escuelas ardiendo y los jóvenes portan pistolas y bombas. Como ácido, se filtra la humillante y cruda realidad del apartheid.

Ese contraste es un shock para el lector, quien hasta un momento antes se estaba compadeciendo de la anciana con cáncer. Está enferma, pero ha tenido una existencia plácida y feliz. Ha podido disfrutar y hacer lo que ha querido sin obstáculos, y tiene una cama de sábanas blancas y limpias esperándola en el hospital. Sábanas blancas.

Entonces, uno se da cuenta que no se ha hablado del color de la piel de los personajes, seguramente porque para el escritor sudafricano y su audiencia queda claro en qué punto de la escala cromática queda el cuero del indigente alcohólico, y el de la asistenta preocupada por su hijo perseguido por la policía, y el de la respetable ex maestra cuyo cuerpo está siendo devorado por dentro.

Como un ariete, la mentira de la paz tumba la puerta de la torre de marfil de la protagonista. El Hades invade el Parnaso. Hay un descenso a los infiernos, literal, cuando la anciana se adentra en las tripas de la Bestia con su coche desvencijado. No tiene palabras para explicar lo que allí ve y, sin embargo, todo son citas y parlamentos demasiado elevados para lo que sucede.

Ese es el punto en que la novela se tuerce para mí. No es verosímil mantener ese lenguaje, menos en la boca de los personajes. Al menos, esa es la impresión que da la traducción al español. A partir de aquí, no pude dejar de ver una opereta, una obra autocomplaciente para blancos sobre la terrible culpa que cargamos y de la que no salimos nunca para hacer algo mínimanente útil.

El relato precisaba de un paso más valiente, de un estilo distinto sin necesidad de eliminar el anterior. Mantener el mismo tono intelectual no es sólo empobrecedor sino indignante, pues se antepone el engaño a una realidad visceral, sin paliativos. La voz de la narradora suena cada vez más y más vana, más y más alejada del mundo que abandona, si acaso alguna vez estuvo en él.

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