Una pastelería en Tokio


Mi pareja quería ver desde hace tiempo Una pastelería en Tokio (2015). No habíamos visto nada de la directora japonesa Naomi Kawase, pero mi pareja predecía que sería una película agradable de tono costumbrista con la que podríamos pasar un buen rato. Desgraciadamente, su futuro como pitonisa se ha visto comprometido.

Cabe decir que la traducción del título lleva a equívoco. Sentaro (Masatoshi Nagase) no regenta una pastelería como tal, sino un puesto de dorayaki, un dulce nipón consistente en dos panqueques rellenos con pasta de judía roja. El protagonista resigue su rutina con desencanto hasta que un día aparece una misteriosa anciana de aspecto enfermizo que se ofrece a trabajar para él.

Es una historia bella, desde luego, pero también amarga y emocionalmente intensa. La actriz que interpreta a la mujer mayor, Kirin Kiki, es espectacular. Su voz temblorosa y su mirada perdida conmueven al espectador. El cine oriental tiene una capacidad desarmante para resultar más elocuente con sus silencios que con sus palabras.

El guión pivota sobre elementos muy representativos del imaginario japonés. Por un lado, están los hermosos cerezos en flor, que marcan el paso del tiempo. Por otro, la pasta de judías dulces, llamada an o anko, que cimenta la relación entre la anciana y Sentaro y que, no en vano, da título a la película en la versión original.

Desde luego, uno no espera lo mismo de una historia titulada sencillamente An que de otra rebautizada como Una pastelería en Tokio. La primera suena reflexiva y la segunda, liviana y superficial. Por suerte, detrás de este falaz espejismo fruto de los designios del marketing, encontramos un emotivo relato cargado de una fuerte crítica social que sorprende y horroriza.

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